Cierra otra librer�a en C�rdoba y cualquier rese�a de este hecho tan poco noticiable parece abocada indefectiblemente a convertirse en llanto pla�idero y ef�mero por la muerte postergada de un viejo familiar del pueblo. El mes pasado, el due�o de la librer�a Maceda de Santutxu, en Bilbao, tambi�n hubo de poner el cartel, agotado y sin relevo, tras cuarenta a�os de trayectoria; le preguntaron, por cierto, qu� cambiar�a si pudiera volver a escribir ese cap�tulo de su vida y su respuesta fue: �Todo�; hab�a disfrutado mucho de su oficio, pero hab�a renunciado a todo por ello. Posponemos el juicio y quiz�s alg�n d�a no tengamos m�s remedio que decidir, sin tiempo para filosof�as, como quienes han de liquidar la herencia de ese pariente, qu� hacemos con los libros. Partamos, antes de eso, por lo que estamos haciendo ahora.
El 22 de marzo apareci� en El Pa�s un art�culo con el siguiente enunciado: �Cada hora se publican en Espa�a diez libros nuevos: �se editan demasiados t�tulos?�. Sergio C. Fanjul reflexionaba acertadamente en �l y ofrec�a estad�sticas actualizadas sobre lo que en efecto no constituye en modo alguno una novedad entre los temas de est�ril debate y los desaf�os del mundo editorial: la desaforada sobreproducci�n. Es un hecho y como tal, de hecho, ha sido abrazado sin m�s en los �ltimos a�os; los libros no pueden escapar a la l�gica de un mercado neoliberal que produce y produce al tiempo que procura abaratar los costes de producci�n y extraer un r�dito econ�mico mayor por bien o servicio y en conjunto; en el hipermercado de la cultura del que ha hablado Byung-Chul Han, en el que, de acuerdo con Nigel Barley, �somos entonces �pr�cticamente turistas en camisas hawaianas�� que se reconocen en cuanto consumidores, usuarios de un hiperespacio de posibilidades para el atrac�n, los libros son una mercanc�a indispensable, asentada adem�s ya en ese limbo entre lo f�ctico y lo virtual, lo anal�gico y lo digital, que la hace tan manejable y sugestiva. No es nuestro prop�sito detenernos ahora en explicar el funcionamiento interno del sector, que ya otros m�s acreditados se han esforzado en aclarar; as� lo simplifica el art�culo que refer�amos:
�� un tercio de los libros publicados acaban guillotinados (�): si un libro no se vende, el librero lo devuelve al distribuidor, pero no recibe el dinero que pag� por �l, sino un cr�dito para comprar nuevos libros. En el otro lado, el editor de esos libros no vendidos no tiene que devolver dinero al distribuidor, sino que adquiere una deuda. Una deuda que afrontar� publicando nuevos libros con la esperanza de venderlos, y que llegan de nuevo al librero, reactivando su cr�dito. De esta forma se establece la rueda, la bicicleta que no puede frenar��.
Sin duda, este an�lisis tan decididamente materialista que aqu� efectuamos �obligado, por otro lado� deja, por desgracia, poco o ning�n sitio al romanticismo. Pero seamos pr�cticos, incluso los que queremos creer que vendemos algo m�s que un pu�ado de p�ginas rellenas de tinta: tal es la situaci�n; �cambiar�?, �la cambiaremos? Seguramente, no. Nada nos asegura que no sigan cerrando librer�as. As� las cosas, de nuevo, si vamos a seguir haci�ndolos, �qu� hacemos con los libros, aparte de seguir intentando que nos den para comer? Quiz� habr�amos de empezar por convencernos, cada d�a, de que efectivamente son algo mucho m�s que eso. De que pueden salvar la vida de una persona, llamar a la lucha a alguien, reconciliar a otro con su pasado o hacerle descubrir una pasi�n con la que revolucionar� el mundo. Un simple ejercicio de honestidad y amor propio basta para reconocer que trabajar a este ritmo y alumbrar tal cantidad de novedades cada mes redunda con frecuencia en detrimento de la calidad de los t�tulos y hasta en un menoscabo considerable de los est�ndares; patadas a un diccionario ya de por s� manoseado y malherido, pobrezas estil�sticas, fallos tipogr�ficos� todo ello, en la misma cubierta; no hablemos ya del mismo contenido o el valor intr�nseco de la propuesta narrativa, proliferantes los infundios no referenciados, los mensajes panfletarios y los lugares comunes. La cuesti�n es que, si ya nos ocurre, humanos que somos, cuando damos lo mejor, qu� no ocurrir� cuando no vemos en el libro m�s que una entrega que apremia. Y, si no vamos a poder permitirnos parar �o no queremos�, acaso sea un deber ineludible para el editor hacer cada libro como si fuera el �ltimo, antes de ver tornada su labor en un mal funcionariado perpetuador del descr�dito de la cultura. Los libros, parad�jicamente, permanecen. Sus errores (y aciertos) son para siempre.
Vale. Creamos necesidades o, al menos, lo pretendemos. �A qu� negarlo? No somos tan distintos del propietario de tal multinacional de la moda o del comercial de un concesionario de coches. Est� bien: tambi�n respondemos a necesidades preexistentes. Y planeamos crear otras, elixires m�s o menos camuflados, encaminadas a saciarlas. �Dejaremos de editar, aunque sigan cerrando librer�as? No. Precisamente porque esas necesidades no acabar�n, que para algo se necesitan. Tal vez s� las m�s burdas y pasajeras, las del mero comercio de emociones coyunturales (habitualmente subvencionadas), pero no las aut�nticas, las m�s elementales que experimentamos tambi�n nosotros: el hombre seguir� tratando de explicarse entre las l�neas de un esnob de Malasa�a o un catedr�tico, explorando mundos m�s o menos imposibles que sirvan de lenitivo para el dolor, anhelando descubrir la capacidad de amar y ser amado que el multicolor presente le niega, matando el tiempo en el metro, procurando redimirse del coloc�n tecnol�gico con unos minutos al tacto del papel, decorando estanter�as junto con tel�fonos antiguos o deseando verdaderamente saber de algo. Si vamos a sacar diez t�tulos nuevos cada hora, mientras decidimos d�nde colocarlos, por lo menos, saqu�moslos bien� �no? Porque dir�ase que, al hablar de tales n�meros, estamos en verdad hablando indirectamente de malos libros; quiz�s ese sea en realidad el problema. Y siendo, como parece que son, demasiados, puede que solo en el nuestro est� la clave. Definitivamente, no se trata �nicamente de un pu�ado de p�ginas rellenas de tinta.
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Alfonso Orti editor
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